30 octubre 2008

Tacos altos en el fin del mundo

Cientos de cruceros, buques y pesqueros de todo el mundo amarran en el puerto de Ushuaia durante el año. Cabarets que abren desde el mediodía y muchos extranjeros como clientes alimentan un negocio que prospera en esta ciudad como en pocas, la prostitución. Las mujeres que trabajan allí, lejos de sus familias y demasiado cerca de la explotación.

Por Pablo Perantuono (Crítica Digital)
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Afuera es el fin del mundo, pero aquí adentro una cumbia empalaga el ambiente. En penumbras, Yaza camina entre las mesas, siguiendo el ritmo con su cintura y los hombros. Yaza no confiesa la edad, pero por la convicción con la que se mueve parece que cree que es eterna. Tiene argumentos –los tiene casi al aire– donde sustentar sus anhelos. Sabe que un movimiento de cadera bien dado puede desatar una lluvia de inversiones extranjeras en Argentina. Yaza es morocha y luce una minifalda roja que podría ser un cinturón. Ayer llegó del Chaco, su provincia, en donde estuvo de vacaciones. Viajó con lo que recaudó por una sola noche de amor con un turista inglés: tres mil pesos, los que le permitieron darse la gran vida en Resistencia por dos meses. Ahora volvió y extraña a sus hijos, pero de eso no quiere hablar. Tampoco de quién la trajo hasta aquí ni en qué condiciones. Fuma todo el tiempo, tratando de matar las horas que anteceden a la acción.

Yaza es una de las doce chicas que todas las noches se sienta en el Tropicana, uno de los seis cabarets de Ushuaia. Yaza es una de las putas del fin del mundo.

“Esto es como Las Vegas, donde se llenaron de carteles luminosos para no darse cuenta de que están en el medio del desierto. Bueno, nosotros armamos este circo hermoso para sentir que no estamos tan lejos. Y las chicas y los prostíbulos son importantísimos en ese plan", cuenta Carla Fulgenzi, periodista local.

Ushuaia es una ciudad de contrastes, un enclave colorido en cuya superficie todo transcurre con la normalidad de una aldea suiza, pero en cuyas entrañas palpitan las señales de la distancia y la tragedia. Hace tiempo ya que se transformó en esto que es hoy: el último refugio, la posibilidad de una isla para miles de personas que llegan hasta aquí para inventarse una vida, para borrar un pasado.

El crecimiento que tuvo la ciudad en los últimos años ha sido notable. Una ola de inversiones vinculadas a la industria del turismo vino a complementar el desarrollo que ya había experimentado el lugar en los años 80 y 90 al calor del crecimiento industrial. La población se triplicó. En esos años, Ushuaia pasó a ser el sueño del polo industrial argentino, una ciudad libre de impuestos que otorgaba generosos subsidios a las empresas. Eso determinó que muchas compañías eligiesen este paraje inhóspito, de grises eternos en invierno, para instalarse.

El tiempo fue pasando. La explosión del turismo –internacional y nacional–, su condición de puerto abismal y una geografía de postal –montaña nevada, canal de Beagle, el sol de un naranja zarpado– hicieron el resto. Convertida en la última maravilla de la tierra, no había que ser un iluminado para saber que aquí pasarían cosas.

“Ahora el trabajo es tranquilo. Lo fuerte arranca a mediados de octubre, con los cruceros”, retoma Yaza. "El domingo, igual, llega un buque con marinos españoles", comparte entusiasmada. Yaza y sus compañeras esperan el bucanero -amarran entre 30 y 35 al año- que amarrará en el puerto con una veintena de tripulantes que llegan después de un viaje de un mes. "Los gallegos son los mejores clientes. Los franceses, en cambio, son apestosos", diferencia Jazmín, de 32 años y más de 10 como puta. Jazmín es correntina, de Goya. En su provincia nunca ejerció la prostitución. Vivió en Buenos Aires un tiempo, hasta que recaló en Tierra del Fuego, atraída por el rumor de que el de Ushuaia era el puerto que mejor trabajaba de la Argentina. No se equivocó. Aquí se compró una casa –favorecida por un plan provincial de vivienda– y pudo traer a sus hijos, a los que manda a la escuela. Son hijos de padres distintos, ambos correntinos. Jazmín llega de trabajar todas las mañanas a las siete y los despierta. Juntos toman el desayuno y luego los lleva al colegio. Jazmín está ansiosa: el invierno ha sido largo y ahora llega la época de los cruceros, la época de la plata dulce.

El trabajo está asegurado. A los miles de turistas de todo el planeta que desembarcan –en 2007, 221 mil en más de 100 cruceros, según la Secretaria de Turismo–, se suman los cientos de marineros, científicos y pescadores de todos los mares –australianos, canadienses, ingleses, japoneses– que llegan hasta aquí luego de pasar semanas enteras en altamar o en las cercanías de la Antártida. La carga de testosterona con la que bajan podría dejar embarazada, con solo mirarla, a media ciudad.

Con el tiempo, la actividad prostibularia se fue adhiriendo al paisaje de la ciudad con la misma naturalidad con la que se fueron acomodando los esquiadores. La industria del sexo pasó a convertirse en una actividad capital en Ushuaia, a punto tal que, de acuerdo a una ordenanza municipal promulgada en diciembre del año pasado, durante la temporada alta (verano) los cabarets y bares nocturnos pueden iniciar su actividad comercial a partir del mediodía. En esa época no es extraño ver a turistas haciendo cola en la calle para entrar al Tropicana. Alrededor de ellos, desentendida, la ciudad completa su trasiego cotidiano. Nadie se escandaliza porque nada está prohibido: cada prostíbulo cuenta con su habilitación en regla y todos ellos están situados en las estribaciones del centro. No hay que atravesar caminos marginales y oscuros para llegar. Están allí, cerca de los edificios de gobierno, de la Iglesia, de las escuelas. Cada burdel tiene su habilitación y cada puta su categoría. En los permisos de trabajo de la Municipalidad, las chicas figuran como alternadoras. Es cierto que el sexo es, en su concepción más elemental, un desordenado intercambio de reacciones químicas, pero “alternadoras” es un eufemismo que creíamos más cercano a la electrónica que a la pasión seminal.

El Paraíso en cada esquina.

De día Ushuaia es el reino de la vida. Dios celebra su obra cada mañana con una panzada de colores y dibujos difíciles de abarcar, o de aprehender del todo. Es como si la naturaleza balbuceara aquí las verdaderas razones de su propósito. París, Nueva York o Praga podrán ser la consagración de la grandeza occidental, pero esto es un guiño de Dios, la manifestación de que sus dedos llegaron hasta el fin del mundo.

Pero a la noche, claro, todo se transforma. El guiño de Dios –o la mueca del Diablo– se deja observar en expresiones algo más prosaicas –pero no menos bellas– como el cuerpo de Joanna. Más precisamente su escote, otra obra maestra de la naturaleza. Bah, del quirófano.

Joanna todavía espera su primer barco de la primavera. Imagina una cuadrilla de noruegos necesitados, pero respetuosos y con euros. A cambio, les ofrecerá un tibio susurro caribeño en el oído. No habrá problemas con el idioma: la lengua o la raza nunca fueron escollos para la interrelación de la especie. La exogamia así lo confirma. Joanna nació en República Dominicana y allí aprendió a ser hospitalaria. Dice que es querendona, una condición que viene en el ADN de la gente de su tierra. Joanna dejó la canícula del Caribe para instalarse aquí, en el dobladillo polar del mundo. Mitiga el frío en el Red & White donde trabaja hasta la madrugada. A diferencia de sus colegas, que esperan sentadas en la barra o desparramadas en los sillones, ella prefiere tomar la iniciativa. Mientras pita el enésimo Marlboro de la noche, Joanna cuenta que tiene dos hijos, a quienes no lograba mantener con su sueldo de empleada doméstica en el barrio La Escondida, en Tigre. Una amiga le dijo que la clave era seguir bajando en el mapa. Del Caribe a Brasil, de Brasil a Buenos Aires y de ahí a Ushuaia. "Pagan en dólares o en euros y hay movimiento todo el año", le aconsejaron. Y se vino. “Me avisó una amiga”, repite Joanna, subrayando su elección y refutando la idea de la trata. Lo mismo nos dice Chiara, sentada a su lado. Ambas reconocen que algunas chicas trabajan en condiciones casi esclavizantes, pero niegan que ellas sean parte de ese comercio.

Chiara acusa 28 años, pero podría decirnos 20 o 38 que no nos daríamos cuenta: el exceso de maquillaje nos aleja de su cuerpo, como si en lugar de embellecerse buscara refugiarse. Chiara nació en Perú y hace 20 años que vive en la Argentina. Es maestra jardinera y llegó a Ushuaia con la idea de juntar plata y abrir una guardería. Empezó trabajando en un jardín de infantes de la ciudad, donde ganaba 1800 pesos. Pero se dio cuenta de que la prostitución era mejor negocio. Chiara, entonces, pasó de educar niños a entretener hombres. Dice que ahora gana 6000 con dos o tres servicios por noche. "No más, sino el cuerpo se lastima". Cuando a Chiara le contamos que estamos escribiendo sobre las chicas de su gremio nos sorprende: "Ah, como Pantaleón y las Visitadoras... Es un gran libro, pero de Vargas Llosa me gusta más La tía Julia y el Escribidor". Como buena peruana, a Chiara también le gusta Bryce Echenique.

Dejamos el Red & White y nos dirigimos al Candilejas. Los separan unas pocas cuadras en las que comprobamos que el frío, en Ushuaia, refuta el calendario. Un soplo helado llega desde el puerto –es decir desde el abismo– y convierte a esta ciudad en un gran frigorífico. Los pingüinos están de parabienes. Aun en octubre, la hostilidad del clima se palpa en la soledad nocturna de las calles. La insularidad de los habitantes no solo tiene que ver con su condición de isleños, sino también con el encierro de las noches.

En Ushuaia el suelo es un espejo del alma: un terreno arrasado por el clima.

Noches blancas.
Entramos al Candi y nos topamos con Lila: un corcho erótico con más curvas –y excitación– que la montaña rusa. Lila es inquieta y no para de hablar. Parece químicamente alterada. Después de un buen rato –a la tercera cerveza–, y después de que nos aclarase que ella es independiente y que nadie la obligó a llegar hasta aquí, le preguntamos sobre drogas. "Acá toman todos –sentencia–. Sobre todo los pendejos. Hay mucha, mucha falopa". Sin saberlo, Lila viene a ratificar una estadística demoledora que indica que Tierra del Fuego es, junto a Buenos Aires, la provincia más consumidora de cocaína del país (Indec). "¿Qué querés? ¿Sabés lo jodido que es el invierno en Ushuaia siendo pendejo?" Lila habla mucho, pero habla bien. Estará precipitada, pero describe con agudeza lo que arde por debajo del asfalto de su ciudad. Dice que está cansada de atender pibitos de 20 años que llegan con la cabeza partida, perseguidos por la idea del (no) futuro. Pibitos que temen quedarse encerrados para siempre en esta isla ventosa que no tiende puentes con el continente. Conseguir trabajo aquí no es difícil. Lo difícil es conseguir un plan, un túnel hacia el futuro que esquive la angustia de vivir en los tobillos del mapa. No en vano aquí el índice de suicidios juveniles es uno de los más altos del país. "Está lleno de empleados del Estado. Ganan buena guita, pero imaginate que los pibes quieren otra cosa", completa Lila, a esta altura una socióloga en tacos altos.

En Ushuaia el cuarenta por ciento de la población vive del Estado. El sueldo promedio de un empleado público es de 2.400 pesos. Un obrero de la construcción gana 3.000 al mes. Lo de las chicas como Lila es de primer mundo: cobran 150 pesos el servicio de media hora, pero antes el cliente debe invitar un trago. El monto de esa copa –60 pesos– le pertenece al cabaret. Si luego el cliente invita otra, dividen en mitades el lugar y la puta.

Volvemos al Tropicana. Llegamos en el highlight de la noche, el momento del strip tease. Al borde del escenario, embriagados, feroces, los clientes aúllan con cada meneo de Patricia. Un locutor amplifica sus contorsiones: "Patricia –dice, acentuando la "p" y la "t"–, fuego y misterio". Suena "Me gustas mucho", del poeta conurbano Pity Álvarez, y Patricia se queda en bolas. Entonces ocurre algo de dimensiones bíblicas, un momento epifánico que nos conduce al comienzo de los tiempos, cuando el hombre recién había bajado de los árboles. Como chacales de la madrugada, cinco tipos se trepan al escenario y avanzan sobre el cuerpo de Patricia. Quieren tocarla. Poseerla. De inmediato, dos guardias salen a su auxilio y se interponen entre ella y los necesitados clientes. La levantan como si fuera de telgopor y le salvan el pellejo. Los tipos se serenan y, ni bien vuelven a sus asientos, son abordados por las chicas que aguardaban en la barra durante el show. Los muchachos están a punto caramelo. No es difícil imaginar lo que sigue.

Los empleados del Tropi están acostumbrados a episodios como ese. Es el cabaret más viejo de Ushuaia. Se inauguró el 16 de julio de 1974, dos semanas después de la muerte de Perón. Su dueño, Carlos Al i o t a , l l e g ó desde Comodoro Rivadavia a bordo de un Fiat 600, con 20 años y el sueño del puticlub propio. Conocía el negocio de adentro: en Chubut su padre gerenciaba un bar de citas. Eran otros tiempos, años en los que era usual que se juntaran el marido y su señora a disfrutar del strip tease. Aliota nunca tuvo problemas con la policía. Al contrario, muchos de ellos son parte de la clientela estable. Lo mismo que los militares. Todavía se acuerda cuando en diciembre de 1978 llegaron diez mil soldados a la ciudad. La posibilidad de una guerra con Chile estaba latente. Finalmente no hubo tiros, pero sí pasión. Como en California en 1967, once años más tarde Ushuaia tuvo su verano del amor.

Claro que lo del amor es una interpretación como mínimo banal –o cínica– de todo este asunto. Es cierto que la literatura y la canción han sabido elaborar una épica del burdel, una mirada romántica en la que poetas del desencanto le dieron una pátina de candor existencial a la noche y al amor rentado. Pero esa es la superficie, la mirada piadosa. Porque si se rasca, lo que queda, queda como está: en llaga. Todas estas chicas llegan hasta aquí para sobrevivir, y entregan sus cuerpos al sacrificio de la penetración paga. No hay gloria en sus piernas, tan solo la ambición de escapar de la realidad en la que vivían. Y si bien en Ushuaia, como en el resto del país, no está prohibida la prostitución, sí lo está la trata de personas. Y muchas de las chicas que llegaron hasta aquí –lo cuentan los periodistas locales aunque lo niegan ellas– vinieron en grupo traídas por tipos que las depositan en casas alquiladas y las obligan a mantener jornadas de siete días sin descanso. Son la mercancía de un comercio negro que, según Naciones Unidas, mueve cerca de 10.000 millones de dólares por año en todo el mundo. Es una actividad floreciente, favorecida por el vacío legal, la corrupción y, qué duda cabe, un crecimiento de la demanda del mercado.

La trata de blancas afecta a cuatro millones de mujeres y niñas. Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), en la Argentina participan del negocio cerca de 500.000 personas. Pero su costado más filoso no tiene que ver con un dilema moral o un cambio en la conducta del hombre de hoy, sino con el hecho de que es una actividad que deja a las trabajadoras a merced de lo más deleznable de la sociedad. Las puertas de la prostitución se abren para todos, y así como aparecen tipos que buscan sexo sin compromisos o simplemente diversión, también se acercan adictos, abusadores, obsesos o asesinos. En esto, Ushuaia, aun cuando se trata de una ciudad con bajísimos índices de delincuencia, no ha sido la excepción. La atrocidad –la risa del diablo– también se dio cita en este paraíso.

Santa Almada. María Mabel Almada llegó desde Formosa en 2003, con 22 años y una hija de un año y medio. Como casi todas las chicas, bajó hasta este bello confín en busca de dinero. Fue un descenso a los infiernos.

Mabel trabajó un tiempo en el Red & White, pero de inmediato quiso independizarse. Comenzó a publicar avisos en el diario ofreciendo sus servicios. Era morocha, sexy, de ojos grandes. La diferencia con el resto de las putas era notable. A las siete de la tarde del 23 de agosto de 2004 salió de su casa para atender a un cliente. O a varios: las versiones difieren. Dicen que hubo fiesta, cocaína, excesos. Lo cierto es que nunca más apareció con vida. Su cuerpo fue encontrado tres días más tarde en un baldío. Estaba lleno de gusanos: había sido eviscerado por las aves.

En Argentina los crímenes son como el big bang o como el sexo: antes de la consumación hay acción; después viene el silencio. La investigación, muy pronto, se convirtió en un nudo de acusaciones, detenidos fugaces e indignación social. Los asesinos de Mabel nunca aparecieron. Como en tantos otros crímenes, hubo rumores de encubrimiento y una buena dosis de sospechas sobre cierto sector de la oligarquía local. Pero nada pasó y el caso sigue impune.

Desde entonces, las chicas de Ushuaia invocan la memoria de Mabel con una dosis de ternura y de indignación. Su muerte la convirtió en un mártir, un amuleto de las putas del fin del mundo. Mabel fue encontrada a los pies del monte Olivia, uno de los picos más emblemáticos de la ciudad. A su derecha, cada mañana, el sol se levanta con una fuerza apasionante. Un nuevo día, un nuevo celeste queriendo protegerlos del abismo.

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