No sé si al hablar de Alfonsín, hablamos de él o de lo que fuimos, del '83, cuando soñábamos que podíamos ser. ¿Habrá estado él a la altura de aquella Argentina? ¿Habrá estado la Argentina a la altura de él?
Por: Jorge Lanata.
Por: Jorge Lanata.
La muerte mejora, ennoblece, agranda, tranquiliza. El 30 de octubre de 1983 Alfonsín llegó a la presidencia repitiendo el preámbulo de una Constitución sancionada 130 años antes. Tan atrás estábamos. Nos acostumbramos, después, a que no nos mataran por pensar distinto. Y luego entendimos que había que pagar impuestos, presupuestar el presupuesto. De allí veníamos. A Alfonsín le encantaba aquella –esta- imagen de salvador: Superalfonsín con su capa roja y blanca, salvándonos de los peligros que nos acechaban.
Escuché ayer, muchas veces, que le debíamos la democracia. Alfonsín debe estar allá, en el cielo, sonriendo “Por fin se dieron cuenta”. Yo sentía, entonces, que cada vez que nos “salvaba”, más nos hundía: nos salvó con las Felices Pascuas y nos salvó con el Pacto de Olivos; ya éramos grandes para salvarnos solos. La democracia, por su lado, había llegado a los empujones gracias a los chicos de Malvinas.
No sé si ahora, al hablar de Alfonsín, hablamos de él o de lo que fuimos; no sé si hablamos del ochenta y tres, cuando soñábamos que podíamos ser. ¿Habrá estado Alfonsín a la altura de aquella Argentina? ¿Habrá estado la Argentina a la altura de Alfonsín?
Asistí cada día al juicio a las Juntas, y estuve en un móvil de Radio Belgrano cuando Alfonsín nos deseó Felices Pascuas. Pertenezco a la generación que escuchó por primera vez el invento argentino de la obediencia debida, aquellas palabras que en otro idioma ni siquiera existen: due obedience, en inglés, obeissence due en francés no se traducen como impunidad en español. Viví los trece paros de la CGT, y el sueño de la capital a Viedma, donde los terrenos triplicaron en vano su precio y las putas se frotaban las manos. Leí entre lágrimas el Nunca Más y vi las fotos de los cuerpos torturados y desechos en La Tablada. Desayuné con Alfonsín en la Quinta de Olivos, y el desayuno cayó por un precipicio cuando se me ocurrió criticar la incorporación de los militares al gabinete, consecuencia de aquel 23 de enero; Alfonsín enrojeció, levantó la voz y todos apuramos el café. Asistí, claro, al Pacto de Olivos cuando Alfonsín combatió al oso abrazándose con él. Y después llegó el vendaval: criticábamos a Terragno por su propuesta para privatizar una parte de Aerolíneas asociándose con SAS; Menem la malvendió en cinco minutos.
¿Le pedimos demasiado a Alfonsín? ¿Alfonsín nos ofreció demasiado? ¿Por qué nunca pudo pedirnos, sinceramente, ayuda? ¿Por qué nunca nos dijo quiénes fueron los responsables del “golpe de mercado” que lo obligó a entregar el poder seis meses antes? ¿No nos habrá tenido confianza? ¿Por qué dijo entonces que el problema de su gobierno fue la comunicación? ¿No estaba él para entendernos a nosotros, o somos nosotros los que debimos entenderlo a él?
En aquellos tiempos los jóvenes de su entorno lo llamaban “Bapu”, que en hindi significa “padre”. Así llamaban al Mahatma Ghandi, padre de la Nación. Hace un rato Luis Brandoni, en el Congreso, decía que Alfonsín fue un padre:
-Se murió papá -recordó Brandoni que se encontró diciendo esta mañana.
Escuché ayer, muchas veces, que le debíamos la democracia. Alfonsín debe estar allá, en el cielo, sonriendo “Por fin se dieron cuenta”. Yo sentía, entonces, que cada vez que nos “salvaba”, más nos hundía: nos salvó con las Felices Pascuas y nos salvó con el Pacto de Olivos; ya éramos grandes para salvarnos solos. La democracia, por su lado, había llegado a los empujones gracias a los chicos de Malvinas.
No sé si ahora, al hablar de Alfonsín, hablamos de él o de lo que fuimos; no sé si hablamos del ochenta y tres, cuando soñábamos que podíamos ser. ¿Habrá estado Alfonsín a la altura de aquella Argentina? ¿Habrá estado la Argentina a la altura de Alfonsín?
Asistí cada día al juicio a las Juntas, y estuve en un móvil de Radio Belgrano cuando Alfonsín nos deseó Felices Pascuas. Pertenezco a la generación que escuchó por primera vez el invento argentino de la obediencia debida, aquellas palabras que en otro idioma ni siquiera existen: due obedience, en inglés, obeissence due en francés no se traducen como impunidad en español. Viví los trece paros de la CGT, y el sueño de la capital a Viedma, donde los terrenos triplicaron en vano su precio y las putas se frotaban las manos. Leí entre lágrimas el Nunca Más y vi las fotos de los cuerpos torturados y desechos en La Tablada. Desayuné con Alfonsín en la Quinta de Olivos, y el desayuno cayó por un precipicio cuando se me ocurrió criticar la incorporación de los militares al gabinete, consecuencia de aquel 23 de enero; Alfonsín enrojeció, levantó la voz y todos apuramos el café. Asistí, claro, al Pacto de Olivos cuando Alfonsín combatió al oso abrazándose con él. Y después llegó el vendaval: criticábamos a Terragno por su propuesta para privatizar una parte de Aerolíneas asociándose con SAS; Menem la malvendió en cinco minutos.
¿Le pedimos demasiado a Alfonsín? ¿Alfonsín nos ofreció demasiado? ¿Por qué nunca pudo pedirnos, sinceramente, ayuda? ¿Por qué nunca nos dijo quiénes fueron los responsables del “golpe de mercado” que lo obligó a entregar el poder seis meses antes? ¿No nos habrá tenido confianza? ¿Por qué dijo entonces que el problema de su gobierno fue la comunicación? ¿No estaba él para entendernos a nosotros, o somos nosotros los que debimos entenderlo a él?
En aquellos tiempos los jóvenes de su entorno lo llamaban “Bapu”, que en hindi significa “padre”. Así llamaban al Mahatma Ghandi, padre de la Nación. Hace un rato Luis Brandoni, en el Congreso, decía que Alfonsín fue un padre:
-Se murió papá -recordó Brandoni que se encontró diciendo esta mañana.
Papá no podía volar. ¿Él nos habrá hecho creer que sí, o todo fue sólo parte de nuestro entusiasmo? ¿Y si podíamos volar, y nunca lo hicimos?
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